Había una vez un hombre que vivía en un pequeño pueblo. Un día, este hombre decidió hacer un largo viaje por un camino peligroso. Empacó su maleta y comenzó su viaje temprano en la mañana.
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Mientras caminaba por el camino polvoriento, de repente, fue atacado por un grupo de bandidos. Lo golpearon, le robaron sus pertenencias y lo dejaron tirado al lado del camino, herido y desamparado.
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Pasó algún tiempo, y un sacerdote pasó por el mismo camino. El sacerdote vio al hombre herido, pero en lugar de detenerse a ayudar, siguió caminando por el otro lado del camino. Pensó que tenía asuntos más importantes que atender en el templo.
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Después de un rato, otro hombre, un levita, pasó por el mismo lugar y vio al hombre herido en el suelo. Al igual que el sacerdote, el levita decidió seguir adelante sin ayudar. También tenía cosas que hacer y no quería ensuciarse las manos.
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Pero entonces, un tercer hombre llegó al lugar. Era un samaritano, una persona de un grupo diferente al hombre herido. El samaritano vio al hombre en el suelo y sintió compasión por él. Se acercó y cuidó de sus heridas. Luego lo levantó y lo llevó a una posada cercana, donde pagó por su estadía y cuidado.
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El samaritano le dijo al dueño de la posada que si era necesario gastar más dinero para cuidar al hombre, él lo haría cuando regresara. Después de asegurarse de que el hombre estuviera cómodo, el samaritano continuó su viaje.
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