Había una vez dos hombres que fueron al templo a orar. Uno de ellos era un fariseo y el otro era un publicano. Los fariseos eran personas que creían que eran muy buenas y obedecían todas las reglas religiosas, mientras que los publicanos eran vistos como pecadores y no eran bien vistos por la sociedad.
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El fariseo se paró en la parte delantera del templo y levantó la cabeza con orgullo. Miró a su alrededor y vio a la gente que lo admiraba por su aparente rectitud. Luego comenzó a orar en voz alta, diciendo: "Doy gracias a Dios porque no soy como los demás, que son pecadores. Ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de todo lo que tengo".
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Mientras tanto, el publicano se paró en un rincón del templo, sin atreverse a levantar la cabeza. Golpeaba su pecho con tristeza y susurraba: "Dios, ten piedad de mí, un pecador".
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Jesús, quien estaba enseñando esta parábola, dijo a la gente que el publicano era el que había sido justificado delante de Dios, no el fariseo. Aunque el fariseo había hecho muchas cosas buenas, su orgullo y su actitud de superioridad lo alejaron de Dios. En cambio, el publicano, reconociendo su pecado y pidiendo perdón humildemente, encontró la gracia de Dios.
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