Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra llamada Israel, vivía una mujer llamada Ana y su esposo Elcana. Ana había deseado tener un hijo durante mucho tiempo, pero no había tenido la suerte de tener uno. Ella oraba con tristeza a Dios, pidiéndole un hijo.
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Un día, mientras estaba en el templo, Ana oró con tanto fervor que sus lágrimas fluían como ríos. Le prometió a Dios que, si le daba un hijo, lo dedicaría al servicio del Señor toda su vida. Ana estaba tan concentrada en su oración que el sacerdote Eli pensó que estaba ebria.
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Pero Ana le explicó que no estaba ebria, sino que estaba derramando su corazón ante Dios. Eli entendió y le dijo que su oración sería respondida. Ana regresó a su casa con esperanza en su corazón.
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Poco después, Ana y Elcana tuvieron un hijo al que llamaron Samuel, como lo había prometido. Cuando Samuel fue lo suficientemente grande, Ana lo llevó al templo para cumplir su promesa. Le entregó su amado hijo al sacerdote Eli para que lo criara y lo educara en el servicio de Dios.
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Samuel creció en el templo, aprendiendo sobre Dios y cómo servirlo. Una noche, mientras Samuel dormía en su cama en el templo, escuchó una voz que lo llamaba. Pensó que era el sacerdote Eli quien lo llamaba y fue a verlo.
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Pero Eli le dijo a Samuel que no lo había llamado y le dijo que volviera a la cama. Esto sucedió dos veces más, y finalmente Eli se dio cuenta de que era Dios quien llamaba a Samuel. Le aconsejó que respondiera: "Habla, Señor, que tu siervo escucha".
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Cuando Samuel hizo lo que le dijo Eli, Dios habló con él y le dio un mensaje importante para el pueblo de Israel. Desde ese día, Samuel se convirtió en un profeta de Dios y recibió mensajes y visiones divinas para guiar al pueblo de Israel en el camino de Dios.
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