Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra lejana, vivía un hombre llamado Daniel. Daniel era un hombre sabio y bueno que amaba a Dios con todo su corazón. Era conocido por su honestidad y su valentía.
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Un día, el rey de esa tierra, llamado Darío, eligió a Daniel como uno de sus principales consejeros. Daniel era tan confiable y sabio que el rey confiaba en él para gobernar con justicia. Esto hizo que otros consejeros se sintieran celosos de Daniel y comenzaron a buscar una manera de derribarlo.
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Los consejeros malvados sabían que Daniel amaba a Dios por encima de todo, y tramaron un plan para atraparlo. Fueron al rey Darío y le dijeron: "Oh, gran rey, deberías emitir un decreto que prohíba adorar a cualquier dios o persona, excepto a ti, durante treinta días. Quien lo haga, deberá ser arrojado al foso de los leones".
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El rey, sin darse cuenta de las malas intenciones de sus consejeros, estuvo de acuerdo y emitió el decreto. Cuando Daniel se enteró de esto, siguió adorando a Dios como siempre lo había hecho, incluso sabiendo que podría enfrentar graves consecuencias.
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Los consejeros malvados se apresuraron a informar al rey de que Daniel estaba adorando a Dios en lugar de obedecer el decreto. El rey quedó atrapado en su propio decreto y se sintió muy triste, pues sabía que Daniel era un hombre justo.
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A pesar de su tristeza, el rey ordenó que Daniel fuera arrojado al foso de los leones, ya que había hecho el decreto y no podía cambiarlo. Daniel fue bajado al foso, y el rey selló la entrada con una gran piedra y un sello real.
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Pero Dios estaba con Daniel en el foso de los leones. Envío a su ángel para cerrar las bocas de los leones para que no le hicieran daño. Daniel pasó la noche en el foso de los leones ileso.
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Al amanecer, el rey corrió al foso y pidió que se quitara la piedra. Cuando miró dentro, vio a Daniel sano y salvo. El rey se llenó de alegría y gratitud a Dios por proteger a su fiel siervo.
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El rey hizo que sacaran a Daniel del foso y luego castigó a los consejeros malvados que habían tramado el plan para atraparlo. Daniel siguió sirviendo al rey con honor y continuó adorando a Dios con gratitud.
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